El concepto de género es una definición artificial, un intento de encasillarnos. Como seres salvajes y libres, rechazamos esta definición. Es absurda. Es una limitación de nuestra divinidad. Es una mentira.
El género no es nada más que un rol social. Su interpretación en base a nuestros genitales es puramente una conveniencia social no muy diferente a la conveniencia de usar el color de la piel para determinar quién debería ser un esclavo y quién debería ser un patrón, la cual era frecuente hace 150 años. El desarrollo de los genitales en el feto muestra que los genitales “masculinos” y “femeninos” realmente son variaciones del mismo órgano, lo cual ocurre por la pura conveniencia biológica de la re-producción. Sin embargo, este rol artificial socialmente definido parece ser lo más importante que uno tiene que aprender en esta sociedad. Lo primero que se dice cuando un bebé nace es: “es un niño” o “es una niña”. Pero el bebé no acepta esta definición. Es un ser libre y salvaje, un dios. Tiene un deseo voraz de saberlo todo, de serlo todo. Es una sensualidad salvaje e indefinible buscando placer infinito. Abarca un universo de sexualidad en el que cualquier concepto de género desaparece.
Pero semejante cantidad de éxtasis sensual no se puede permitir que esté descontrolado, porque eso socavaría la autoridad, destruiría el orden, haría que la sociedad se derrumbara. Así, desde el nacimiento, el niño está rodeado por las imágenes de su género social. A los que tienen coños se les ponen vestiditos y se les enseña a ser delicadas y a imitar a mamá. A los que tienen pollas se les enseña a pelear, a ser duros y a imitar a papá. La familia se asegura de inculcar los roles. La divinidad salvaje del infante es enterrada y empieza a ser convertido en un niño o una niña.
Pero algunos de nosotros no quisimos encajar en esto. Los moldes no funcionaron. Oh, nos sofocaron, nos ahogaron, nos lastimaron de manera infernal. Pero nunca llegamos a ser la chica o el chico que ellos querían. La sociedad quiso hacernos sentir vergüenza, y quiso que nos sintiéramos inferiores a aquellos que se conformaban.
Pero ahora, que se conozca la verdad. No hay necesidad de sentir vergüenza. Porque todavía tenemos acceso a nuestra androginia. Realmente no hay machos ni hembras; todos somos andróginos cuando nos despojamos de la armadura social. Y el andrógino no es simplemente una combinación de masculinidad y feminidad, ni siquiera el espectro que hay entre éstas. Es el universo infinito de la sexualidad, esa panerótica danza salvaje en la cual los conceptos de lo masculino y lo femenino desaparecen, perdidos en un mar de inmenso y eterno placer.
Ya no abrazaremos más el falso orden de la sociedad ni lamentaremos no poder cumplir con sus roles. Porque somos dioses, grandes seres salvajes más allá de todas las ideas de género. Nuestro placer loco y erótico no puede ser asignado ni ordenado. Somos infinitos, andróginos y libres. Más allá de los reinos del orden, más allá de toda definición, creamos un paraíso en el cual deambulamos libremente disfrutando de todo en éxtasis.
(1987)
extraído de Ensayos y Disertaciones de Feral Faun
traducción: Lapislázuli
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